Cuba y su largo amanecer por Alberto Sanchez de Bustamante


Cuba, para muchos de nosotros, no es solo un país: es una herida que late, un recuerdo que no se apaga aunque los años pasen. A veces pienso que el dolor de ser cubano no nace solo de lo que hemos perdido, sino de lo que aún no hemos podido recuperar. Hay una tristeza silenciosa en mirar desde lejos una isla que amamos tanto, pero que ya no nos pertenece del todo. Es una nostalgia que no entiende de tiempo ni de fronteras, porque vivir lejos de Cuba no significa haberla dejado atrás. Cuba se queda en nosotros, en la manera de hablar, en las canciones que aún nos rompen por dentro, en esa esperanza obstinada que no muere.

Cuando pienso en la historia de nuestro país, veo un pueblo que ha resistido más de lo que cualquier otro habría soportado. A lo largo de los años, hemos aprendido a sobrevivir al hambre, al exilio, a la censura, al silencio. Pero también hemos aprendido a conservar lo esencial: la dignidad, la memoria y la ternura. Porque, aunque la historia oficial intente borrar rostros y voces, los cubanos seguimos recordando a los héroes anónimos, a los que no salieron en los libros, pero sostuvieron el alma de la nación con su fe.

Hay algo profundamente espiritual en esa capacidad de resistir. No se trata solo de política o ideología, sino de una fuerza interior que nos empuja a creer que todo tiene un propósito. A veces me gusta pensar que la misión de los cubanos es ser testigos de lo que pasa cuando la libertad se niega y, al mismo tiempo, guardianes de la esperanza que no se rinde. Quizás Dios, en su misteriosa manera de actuar, nos hizo vivir esta historia para que entendiéramos que ningún poder puede arrancar la esencia de un pueblo.

Sin embargo, no basta con resistir; hay que aprender a sanar. Cuba necesita volver a mirarse sin miedo, reconocerse en su diversidad y perdonarse sus heridas. Cuando ese momento llegue —porque llegará—, la tarea más grande no será reconstruir los edificios ni las leyes, sino el alma. La verdadera libertad empieza por dentro: en la reconciliación, en la compasión, en el deseo de no repetir los errores que nos dividieron.

Sueño con una Cuba donde podamos volver a hablar sin susurros, donde la memoria no sea delito y el amor al país no tenga ideología. Una Cuba que no tema al pasado, porque ha aprendido a transformarlo. Tal vez ese día aún esté lejos, pero mientras quede un cubano que conserve su historia y su fe, ese amanecer seguirá siendo posible.

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