Revolución del 33 y caída de Machado — Cuba antes de 1959
Revolución del 33 y caída de Machado — Cuba antes de 1959
Cuando Gerardo Machado asumió la presidencia en 1925, prometió “Paz, Pan y Libertad” y un programa modernizador que marcaría el paisaje urbano y vial del país. Su gobierno impulsó obras emblemáticas como la Carretera Central y culminó el Capitolio Nacional en La Habana, símbolos de una república que quería parecerse a las grandes capitales. Pero el vigor constructivo vino acompañado de un giro autoritario: en 1927, con la llamada prórroga de poderes, reformó la Constitución para extender su mandato y cerró el juego político. La modernización, así, quedó asociada a un estilo personalista y crecientemente represivo.
La resistencia surgió desde muchos frentes. En las aulas, el Directorio Estudiantil Universitario reactivó una tradición de protesta que venía de la década de 1920; en la calle, atentados y boicots urbanos llevaron la firma de grupos conspirativos como el ABC; en el exilio, redes de intelectuales y militantes denunciaron al régimen. La muerte en 1929 del líder estudiantil Julio Antonio Mella —asesinado en México— añadió un mártir a la causa antimachadista. Las huelgas se multiplicaron, la censura se endureció y la policía secreta se volvió el rostro cotidiano de un Estado que prefería callar a negociar.
La Gran Depresión trastocó el equilibrio. El precio del azúcar —columna vertebral de la economía— se desplomó, arrastrando a bancos, centrales y comercios; el desempleo estacional se convirtió en desesperación estructural. Entre 1930 y 1933, la protesta adoptó un tono social más agudo: paros obreros, manifestaciones y choques con la policía se volvieron rutina. La paradoja era nítida: un gobierno que había prometido orden administraba, en realidad, una crisis que lo desbordaba. A esa erosión interna se sumó un factor externo decisivo: la creciente incomodidad de Washington con un aliado incómodo.
En la primavera de 1933 llegó a La Habana el embajador Sumner Welles con una misión de “buenos oficios”. Su presencia dejó claro que la estabilidad cubana era un problema hemisférico. Mientras Welles intentaba mediar, la calle marcaba el compás: agosto de 1933 trajo una huelga general que paralizó al país y desfondó al régimen. El 12 de agosto, sin respaldo militar ni diplomático, Machado abandonó el poder y partió al exilio. La salida del dictador, lejos de cerrar la crisis, abrió una puja por el control del Estado: la república había caído en manos de su propia incertidumbre.
El relevo inmediato —la presidencia provisional de Carlos Manuel de Céspedes y Quesada— duró semanas. El 4 de septiembre de 1933, un alzamiento conocido como la Revolución de los Sargentos puso en primer plano a un entonces poco conocido Fulgencio Batista, que emergió como líder del Ejército. Siguió una breve Pentarquía y, finalmente, el Gobierno de los Cien Días de Ramón Grau San Martín (septiembre de 1933–enero de 1934), sostenido por estudiantes, sectores medios y parte de la oficialidad. El gabinete incorporó a Antonio Guiteras, un radical nacionalista que impulsó reformas audaces.
El programa de esos meses fue intenso y contradictorio, a la vez reformista y defensivo. Se decretó la autonomía universitaria, la jornada laboral de ocho horas, avances en salario mínimo y derechos de sindicación; se intervinieron empresas estratégicas —como la Compañía Cubana de Electricidad— y se redujeron tarifas, en gesto antimonopólico. Grau proclamó la abrogación de la Enmienda Platt, pero Estados Unidos no reconoció a su gobierno. El reformismo chocó con resistencias internas (empresarios, terratenientes, diplomáticos) y externas (la no injerencia condicionada de Washington), mientras Batista consolidaba su ascendiente sobre las fuerzas armadas.
En enero de 1934, sin reconocimiento internacional ni base militar sólida, Grau dejó el poder. Lo sustituyó Carlos Mendieta, a quien Washington sí reconoció, y ese mismo año se firmó el Tratado de Relaciones que abrogó formalmente la Enmienda Platt. Batista, convertido en hombre fuerte del ejército, quedó como árbitro de la política, inaugurando una etapa de “civilismo tutelado” en la que presidentes civiles gobernaban bajo la sombra de los cuarteles. La Revolución del 33, que había prometido refundar la república, terminó como un pacto inestable entre reformas parciales y continuidad del poder real.
Aun así, el legado del 33 fue hondo. Demostró la capacidad de estudiantes, obreros y clases medias para desbordar una dictadura, desplazó el centro de gravedad del sistema, dejó conquistas sociales duraderas y alimentó una narrativa nacionalista que resonaría en las décadas siguientes. También dejó tareas pendientes: diversificar la economía, estabilizar la representación política, profesionalizar las fuerzas armadas y evitar que la soberanía fuese rehén de tutelas externas. Entre la épica callejera y los límites de la realpolitik, el 33 quedó como un ensayo general de las tensiones que desembocarían —con otros protagonistas y otras banderas— en 1959.
Referencias (selección)
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Ada Ferrer, Cuba: An American History (Scribner, 2021). 
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Louis A. Pérez Jr., Cuba: Between Reform and Revolution (Oxford University Press, 5ª ed., 2014). 
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Hugh Thomas, Cuba: The Pursuit of Freedom (Harper & Row, 1971). 
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Marifeli Pérez-Stable, The Cuban Revolution: Origins, Course, and Legacy (Oxford University Press, 3ª ed., 2011), caps. 1–2. 
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Jules R. Benjamin, The United States and the Origins of the Cuban Revolution (Princeton University Press, 1990). 
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Office of the Historian, U.S. Department of State: entradas sobre Sumner Welles y la política hacia Cuba (1933–1934). 
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Encyclopaedia Britannica: artículos “Gerardo Machado,” “Ramón Grau San Martín,” “Fulgencio Batista,” “Cuba—The Revolution of 1933. 


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