Historia del Malecón (1901–1958) — Cuba antes de 1959
Historia del Malecón (1901–1958) — Cuba antes de 1959
El Malecón de La Habana nació como respuesta práctica a un problema físico —contener el embate del mar— y terminó convertido en el gran salón urbano de la república. Su construcción comenzó en 1901, en los últimos meses de la ocupación militar estadounidense, con un tramo inicial que abrazaba la curva de la bahía y protegía la franja de ciudad vieja más expuesta al oleaje. Desde el minuto uno tuvo doble vocación: muralla contra los nortes y paseo para mirar el horizonte. La obra, de piedra y hormigón, ordenó el borde costero, abrió una ventana continua al Caribe y dio a los habaneros un frente marítimo donde caminar, conversar y exhibirse.
Durante la primera década del siglo XX, el muro y la avenida adyacente se extendieron tramo a tramo, atando el centro histórico con el naciente barrio del Vedado. Farolas, bancos y un ancho perfil de calzada convirtieron lo que pudo ser una simple defensa costera en una pasarela cívica. La ingeniería y la urbanidad marcharon juntas: se ganaron metros a la rompiente, se alinearon fachadas, se trazaron nuevas manzanas. En el imaginario de la joven república, el Malecón simbolizó una modernidad tangible: asfalto, alumbrado, aire salitroso y la promesa de una ciudad que se miraba a sí misma de frente, sin mediaciones.
No todo fue lineal ni apacible. Temporales y huracanes azotaron periódicamente la obra, arrancando balaustradas y masticando los cantiles. Cada reparación fue también una actualización técnica: mejores anclajes, muretes reforzados, drenajes que aprendían a dialogar con los aguaceros tropicales. Las tormentas, paradójicamente, consolidaron el mito: el Malecón se hizo fuerte a golpes, y cada cicatriz fue un recordatorio de su función primaria. En esos ciclos de daño y reconstrucción, la ciudad calibró su relación con el mar, aprendiendo a habitar el borde sin negarlo.
A la par, el Malecón se convirtió en escenario social. Por las tardes y noches, desfilaban coches, guayaberas, vestidos de domingo; vendedores de maní y fotógrafos ambulantes ofrecían recuerdos con el oleaje de fondo. Los carnavales encontraban allí su palco al aire libre; trovadores y tríos improvisaban serenatas; pescadores de caña trazaban, a contraluz, líneas en el crepúsculo. Era un espacio democrático en el mejor sentido: estudiantes, empleados, aristócratas venidos a menos y turistas curiosos compartían el mismo banco y el mismo viento. Pocas obras públicas lograron mezclar con tanta naturalidad clases, barrios y acentos.
También fue un escenario político. El Malecón presenció manifestaciones, mítines estudiantiles, marchas cívicas y celebraciones deportivas. La ciudad —y el país— llevaron sus tensiones a esa orilla: el rumor del oleaje se volvió telón de fondo para discursos, pancartas y desfiles militares. En los años convulsos de la década de 1930, con dictadura, huelgas y gobiernos provisionales, la avenida costera funcionó como termómetro de la calle. Incluso en tiempos de calma relativa, fue sitio de rituales cívicos —desfiles escolares, conmemoraciones patrias— que reforzaban la idea de una ciudadanía que se reconoce en un espacio común.
En la posguerra, el Malecón cambió de escala. La expansión hacia el oeste consolidó un skyline donde convivían casas eclécticas, art déco y bloques de apartamentos modernos. La apertura de grandes hoteles y la apuesta por el turismo en los años cincuenta —con el Hotel Nacional dominando la loma cercana y, más tarde, colosos como el Riviera y el Capri asomando al litoral— proyectaron la postal de una capital cosmopolita. La avenida, ya plenamente incorporada a la cultura del automóvil, fue autopista de neón: convertibles, orquestas en vivo, carteles luminosos y un rumor de ciudad que no dormía.
Pero el Malecón nunca fue solo fachada. Detrás de la postal había barrios obreros y calles interiores con ritmos propios; había noches de ressaca económica, alquileres tensos y jornales que dependían de la zafra. Esa doble cara —glamour turístico y cotidianidad popular— se respiraba a pocos pasos del muro. Allí, donde la brisa salada borraba los límites entre lo privado y lo público, los habaneros aprendieron un arte sutil: habitar la intemperie. Para 1958, el Malecón era ya símbolo consolidado: defensa, paseo, foro y espejo. Un borde que contaba, en su trazo continuo, la historia de una ciudad y de un país que llegaban al umbral de cambios irreversibles.
Referencias (selección, sin sitios .cu)
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Roberto Segre, Mario Coyula & Joseph L. Scarpaci, Havana: Two Faces of the Antillean Metropolis (University of North Carolina Press, 2002). 
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Eduardo Luis Rodríguez, The Havana Guide: Modern Architecture, 1925–1965 (Princeton Architectural Press, 2000). 
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Rosalie Schwartz, Pleasure Island: Tourism and Temptation in Cuba (University of Nebraska Press, 1997). 
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Ada Ferrer, Cuba: An American History (Scribner, 2021), capítulos sobre urbanismo y modernización. 
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Louis A. Pérez Jr., On Becoming Cuban: Identity, Nationality, and Culture (University of North Carolina Press, 1999). 
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Encyclopaedia Britannica: entradas “Havana,” “Vedado,” “Hotel Nacional de Cuba,” “Havana Riviera Hotel.” 
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Library of Congress, Prints & Photographs: vistas históricas del Malecón y la costa habanera (1900–1958). 


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