El USS Maine en La Habana: Cuba antes de 1959
El USS Maine en La Habana: Cuba antes de 1959
La tarde del 15 de febrero de 1898, el acorazado estadounidense USS Maine reposaba en la bahía de La Habana en misión de “buena voluntad” cuando, a las 9:40 p. m., una explosión lo partió en dos. Murieron 266 de sus 354 tripulantes, un golpe que sacudió a la opinión pública en ambos lados del estrecho de la Florida y que convirtió a la isla en epicentro de una crisis internacional. El origen del estallido fue, desde el primer momento, un misterio tan técnico como político.
El vacío de certezas fue ocupado por titulares a toda página y una ola de nacionalismo febril. En Estados Unidos, la prensa sensacionalista de William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer elevó el lema “Remember the Maine!” a grito de guerra, simplificando una realidad compleja en una narrativa de agravios y honor. Aquella escalada mediática —la cumbre de la llamada yellow journalism— moldeó emociones y agenda pública, reduciendo los matices de la coyuntura cubana a la dicotomía de culpables y víctimas.
Mientras tanto, una Corte de Investigación naval estadounidense concluyó en marzo de 1898 que una mina externa habría detonado los pañoles de proa, sin señalar responsables. La respuesta política no tardó: semanas después, Washington y Madrid estaban en guerra, y la contienda —breve y desigual— selló el fin del imperio español en el Caribe. El Maine, así, dejó de ser un buque para convertirse en símbolo y pretexto: detonador de una intervención que transformó el mapa geopolítico y el destino de Cuba.
La historia técnica del caso no se detuvo en 1898. Entre 1911 y 1912, los ingenieros estadounidenses levantaron el casco mediante un cofferdam para recuperar restos y despejar el puerto. Un segundo tribunal (Vreeland) ratificó la hipótesis de la mina, y el casco, ya liberado, fue remolcado mar afuera y hundido con honores. Parte del legado material del barco —como su mástil principal— viajó a Arlington National Cemetery, donde se inauguró en 1915 un memorial que guarda a los caídos y conserva la memoria de la tragedia.
El debate resurgió en 1976, cuando el almirante Hyman G. Rickover patrocinó un estudio que revisó fotografías y planos originales. Su equipo defendió una explicación distinta: combustión espontánea en los carboneros que habría provocado una explosión interna. La tesis no solo cuestionó la mina; también desplazó el eje del debate hacia fallas del diseño y de la tecnología de la época, recordando que los buques de carbón convivían con riesgos poco comprendidos.
Con el centenario del suceso, nuevos análisis —incluido el de National Geographic— reabrieron la discusión con herramientas de modelado y comparación de daños. La US Naval Institute resumió entonces el estado del asunto: entre informes que apuntan a una mina y otros que favorecen la hipótesis del incendio en carboneras, el consenso definitivo sigue siendo esquivo; lo que sí permanece es la evidencia de cómo un misterio técnico puede reconfigurar una política exterior.
Las consecuencias para Cuba fueron profundas. La guerra hispano-estadounidense terminó con el Tratado de París (1898) y dio paso a la ocupación estadounidense y a una independencia condicionada: el Teller Amendment prometió no anexar la isla, pero la Enmienda Platt (1901) limitó su soberanía y autorizó la intervención de Washington. En La Habana, un monumento de 1925 recordó a las víctimas del Maine; en Arlington, el mástil del buque vela sobre las tumbas. Entre ambos memoriales se dibuja la tensión de toda una época: el choque entre el sueño independentista cubano y el ascenso de la potencia hemisférica que encontró en el Maine su contraseña.
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