Felipe Poey: El sabio de los mares cubanos

En un siglo XIX marcado por revoluciones, exilios y luchas ideológicas, un hombre se dedicó a explorar un universo completamente distinto: el de la vida marina. Su nombre fue Felipe Poey y Aloy, y su legado científico lo convierte en una de las figuras más relevantes de la historia natural de América Latina.

Nacido en La Habana en 1799, Poey se formó académicamente en Europa, en una época en que los estudios naturalistas se estaban expandiendo con fuerza gracias a las ideas de Linneo, Buffon y otros grandes pioneros de la biología. Su paso por Francia fue decisivo: allí aprendió métodos de clasificación, dibujo científico y recolección de especímenes.

A su regreso a Cuba, Poey emprendió una misión ambiciosa: clasificar y documentar la fauna marina del archipiélago. Su obra más famosa, Ictiología Cubana, recoge descripciones detalladas de cientos de especies de peces, muchas de ellas registradas por primera vez. Pero su trabajo no se limitó al mar: también se interesó por insectos, moluscos, reptiles y aves.

Lo notable en Poey fue su capacidad de observar con profundidad científica sin perder la sensibilidad del explorador. Dibujaba a mano sus hallazgos, escribía con precisión taxonómica y mantenía correspondencia con científicos europeos, a quienes enviaba muestras para corroboración. Era, sin exagerar, el Darwin del Caribe.

Más allá de su labor investigativa, Felipe Poey tuvo un papel crucial en la educación. Fue profesor de historia natural en la Universidad de La Habana, donde dejó una huella profunda. También fundó el Museo de Historia Natural, una institución que aspiraba a reunir el conocimiento sobre la biodiversidad de la isla en una época sin laboratorios ni recursos modernos.

Lo que hace único a Poey no es solo su obra científica, sino el contexto en que la desarrolló. En un país sin tradición científica estructurada, sin acceso fácil a tecnología o publicaciones actualizadas, logró construir un corpus de conocimiento que hoy sigue siendo referencia. Y lo hizo por vocación, impulsado por la curiosidad y el amor a su tierra.

Felipe Poey murió en 1891, pero su nombre permanece en los libros de zoología, en los archivos de museos y, sobre todo, en las aguas donde nadan aún muchas de las especies que él fue el primero en estudiar. Su historia nos recuerda que la ciencia también es un acto de amor profundo por lo que nos rodea.

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